sábado, 21 de abril de 2012

pavilion for japanese art, lacma

address: 5905 wilshire boulevard, los angeles, united states
architect: bruce goff
date: 1975 / 1988

De los aproximadamente 150 edificios construidos por Bruce Goff quedan en pie unos 80. Pero prácticamente son imposibles de ver: Residencias privadas en recónditos lugares como Tulsa, Bartlesville o Kansas City. Por eso, el Pavilion for Japanese Art en Los Angeles County Museum of Art, además de ser el producto de la unión de dos hombres geniales, es una de las pocas posibilidades –sino la única- de ver un Goff por dentro y por fuera, y en un lugar más o menos civilizado. Bruce G. nació en Kansas en 1904, y –aunque no lo crean- a los 12 años entró a trabajar como aprendiz en Rush, Endacott & Rush, una firma de arquitectura con sede en Tulsa, Oklahoma. Sería como un niño mágico entre los tableros de la oficina. En 1918, antes de terminar la escuela secundaria, construye su primera casa. Desde 1922 trabaja full-time en Rush, Endacott & Rush y en 1929 pasa a ser socio. En 1920, colabora brevemente con Louis Sullivan, y después con el maestro, Frank Lloyd Wright, quien obviamente lo marca a fuego. A pesar de no haber hecho nunca estudios formales de arquitectura, en 1929 consigue su licencia de Arquitecto en función de su experiencia en Rush, Endacott & Rush y sus obras construidas. En 1934 abre su propia oficina en Chicago, pero no por mucho tiempo. Goff fue un arquitecto movedizo. En 1945 se muda a Berkeley, California y en 1947 es nombrado Dean en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Oklahoma, donde pasó algo rarísimo. Parece ser que la escuela, por lo menos para esa época era ultra-conservadora, y el proto-hippie Goff estaba espantosamente visto por los grupos bauhausianos radicales que ejercieron una fuerte presión en su contra, e incluso llegaron a meterse en su oficina y quemaron sus papeles. Así Goff abandona finalmente Oklahoma y abre nueva oficina en Bartlesville. En 1964 se traslada a Kansas City, y en 1971 se establece en Tyler, Texas, donde murió en 1982. Hasta 1940, sus proyectos no se diferenciaban mucho de la arquitectura que se estaba haciendo para esa época; aunque en algunas obras de Tulsa, los Riverside Studios de 1923 y la Latham House de 1930, por ejemplo, ya hace algunas rarezas. Pero es en 1940 cuando Goff, de la noche a la mañana, se vuelve un arquitecto imprevisible y afecto a formas extrañas. Sus casas son como nidos de aves prehistóricas o telarañas gigantes de otras galaxias. Descubre un material increíble, las rocas de escoria de vidrio y reinventa la madera, el cobre y la piedra con usos forzados hasta la exasperación. Goff además pintaba, y amaba el arte oriental y de la Polinesia, y las culturas indígenas de Norte América.

A principios de los años 50, un rico empresario de Bartlesville, Harold C. Price, contrató a Frank Lloyd W. para el proyecto de sus oficinas: La Price Tower. El resultado fue excelente y Price le encargó varias casas más. Durante la construcción de la torre Price, a Joe, uno de los dos hijos de Harold P., le impactó mucho la personalidad de Frank Lloyd W. A través de él conoció y desarrollo un intenso interés por el arte japonés, y se hizo coleccionista. A la edad en la que la mayoría de los chicos ricos gastan el dinero de su familia en autos o ropa, o cualquier estupidez, Joe lo usó para comprar arte. “Shin´enkan”, su colección de arte del período Edo es la más importante fuera de Japón. Cuando Joe estudiaba en la Universidad de Oklahoma conoció a Goff, quien después de dejar la universidad y establecerse en Bartlesville, alquiló un piso en la Torre Price donde instaló su estudio. De la misma manera en que Frank Lloyd W. había sido el arquitecto de Harold Price, Goff lo va a ser de Joe. El primer encargo fue la construcción de su casa de soltero en Bartlesville, ampliada también por Goff después de su casamiento con –no podía ser de otro modo en un japonista- la señorita Etsuko Yoshimochi. En los 70, cuando Joe Price decide donar su fabulosa colección al Museo de Arte de Los Angeles, impone la condición de que sea exhibida en un pabellón diseñado por su propio arquitecto. El proyecto se inicia en 1975, pero recién se inaugura en 1988, seis años después de la muerte de Goff.

El Pavilion for Japanese Art es ciertamente asombroso. Visitarlo es como ir al Guggenheim con una dosis de LSD encima. Está el ascensor hasta el nivel superior y la rampa descendente. Pero no es un helicoide regular en un agujero de luz diáfana como el Gugg. La rampa se bifurca, se enrosca, vuelve sobre si misma, se acelera. La luz es lechosa y acaramelada, filtrada por placas de plexiglass, las barandas a veces son de acrílico transparente y a veces muros inverosímiles. El espacio no fluye como querían los modernos, más bien se derrite, gotea y chorrea. Paul Goldberger, en The New York Times escribió “Es una galería maravillosa, enérgica y tranquila al mismo tiempo” y un Mr. Sam Hall Kaplan en Los Angeles Times, que parece “un terodáctilo posado sobre una sinuosa estación espacial“, y también “una obra que no complace el gusto popular y que colisiona con los edificios del LACMA, pero que es un placer visitar”.

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